DICTADURAS Y DICTABLANDAS
El héroe de la Patria Vieja, general José Miguel Carrera Verdugo, clausuró el Congreso Nacional de Chile en Santiago, el dos de diciembre de 1811. Aunque nombró una junta de gobierno, él era el mandatario todopoderoso, al cual casi todos los historiadores de ayer y de hoy han llamado dictador. Chile hasta entonces no había conocido un dictador ni una dictadura, tampoco los otros países sudamericanos. El ejemplo pronto cundió. En agosto de 1812 el Congreso venezolano nombró dictador a Francisco Miranda. En 1814 José Gaspar Rodríguez de Francia asumió como dictador en Paraguay. Realmente, la actuación señera de Carrera Verdugo comenzaba a ser imitada por héroes de otras naciones, lo cual ha continuado hasta la época actual. Hace pocos años tuvimos en Chile uno que, por televisión, declaró ser gran admirador de don José Miguel Carrera, tener el original de su “Diario Militar” en su velador como libro de cabecera. Este mandatario dio innumerables muestras de su veneración al prócer. Entre ellas, otorgar en 1982 fondos para levantarle la estatua ecuestre, decretada en 1959 y no construida hasta entonces. También dispuso dar su nombre a la Gran Avenida, al Instituto Nacional y otros significativos homenajes… Comprensible, el último dictador honraba al primero, al que en 1811 abrió la puerta y el camino y dio el ejemplo para ejercer la dictadura como forma de gobierno. Don José Miguel Carrera Verdugo, precursor y pionero de los dictadores sudamericanos, inauguró por estos lados esa modalidad gubernativa, tan elogiada por algunos, tan repudiada por otros y que en distintas épocas ha sido considerada una forma establecida, aún, necesaria de gobierno en crisis nacionales, como fue caso de Chile en 1973, cuando casi el 70% de los chilenos clamábamos por la salida de Salvador Allende.
Grandes figuras políticas incluso, solicitaban a los uniformados el derrocamiento del mandatario para poner fin a la inseguridad y el desorden que convulsionaban al país. Así se generó el Golpe o Pronunciamiento que unió a las cuatro ramas de las fuerzas armadas en un solo propósito: una gestión “de facto” solicitada y tras producirse celebrada y apoyada por la mayor parte de la ciudadanía durante muchos años, hasta que algunos abusos y torpezas socavaron su base de apoyo civil. Entre ellas comprobar que algunos poderosos acaudalados se enriquecían escandalosamente, administraban, organizaban el país para servirle principalmente a ellos y a su clase.
En todo caso, muchos chilenos, antes y ahora, pensamos que el mandato del Capitán General Augusto Pinochet fue la consecuencia y el fruto lógico de los abusos del gobierno allendista. Un inconveniente necesario para darle fin a un mal incomparablemente mayor: el desastroso gobierno de la Unidad Popular liderada por Salvador Allende cuyo mayor partido respaldante tenía como lema “por la violencia al poder”. Este lema valía solo para la izquierda, cuando la derecha llegó por la violencia al poder se indignaron y todavía 51 años después se lamentan y protestan del abuso, sin reconocer que fueron los abusos cometidos por ellos durante el gobierno de Allende lo que provocó la dura revancha.
Conveniente, también, recordar que muchísimos, chilenos ahora y siempre han manifestado su anhelo de ser regidos por gobernantes de “mano dura”, capaces de ordenar, suprimir tal vez, el desorden o chacota” política y administrativa casi permanente en nuestra dulce patria. Uno de los más destacados -y funestos- líderes socialistas del siglo veinte declaró públicamente, innumerables veces, la última vez en l992 por televisión nacional, que él deseaba para Chile una “dictadura del proletariado”. Este “iluminado” líder fue uno de los creadores del lema socialista y también de casi toda esa izquierda antigua: “Por la violencia al poder”. Innecesario decirlo: cuando se derrumbó la débil estructura política que lo sustentaba escapó de Chile y se marchó a Europa a sufrir su voluntario destierro en París y otras capitales europeas.
Los anhelos de gobiernos en alguna forma autoritarios, al parecer permanentes, en innumerables patriotas de ayer y de hoy, los movieron a elegir en 1952, en forma democrática, como presidente a Dn. Carlos Ibáñez del Campo, a quien veinte años antes habían obligado a renunciar acusándolo de dictador -en realidad, hizo un gobierno autoritario de seis años, mucho menos severo que el de casi diecisiete de Dn. Augusto. Por esto, a tantos chilenos desmemoriados conviene recordarles que diversos autores han declarado: “Chile no es una democracia imperfecta, es una… dictadura imperfecta”.
El Presidente Pinochet, por televisión, llamó a su gobierno, no una dictadura, sino una dictablanda. Tenía razón. Una buena muestra de la más que relativa libertad, entonces existente, fue el hilarante título: “CORRIÓ SOLO, LLEGÓ SEGUNDO" en la portada de un periódico capitalino al perder Pinochet la consulta del 5 de octubre de 1988. El periódico continuó publicándose: ¡dictablanda a todas luces!
Acompañaba al presidente Pinochet en el gobierno el Sr. Almirante José Toribio Merino quien cumplía los anhelos de la mayoría de los chilenos, de ser regidos ´por un gobernante justo, severo, autoritario y razonablemente democrático, -no demasiado tal vez- Un gobernante legalista a todo trance, uno que no permitiera el abuso y la tortura. Su falta de ambición política nunca lo hizo aspirar a una Presidencia de la República que hubiese fructificado en un Chile más justo, solidario y progresista, no el “país para una sola clase”, como lo era y como casi lo es ahora.
Los votantes apoyaron a Dn. Augusto Pinochet con el 43% de los sufragios en la consulta del 5 de octubre de 1988. De no haber sido porque su ministro de Hacienda, meses antes, nos rebajó en un 10% el reajuste anual para los pensionados, además de los que él y otros ministros habían hecho antes y que significaron la reducción en más de un 30% del total que según la ley se debía pagar a los pensionados, Pinochet posiblemente hubiese obtenido la mayor parte de los votos del millón de pensionados que, con toda razón, rehusamos apoyarlo: Indudablemente, si los jubilados hubiésemos votado por él, hubiese sobrepasado ampliamente el 50% de la votación a su favor. Ese ministro ¿”sin querer queriendo”? le hizo más daño a la carrera de Pinochet que el mismísimo juez Garzón, porque a diferencia de Garzón que atacó al mandatario después de haber finalizado su trayecto gubernativo, aquel increíble ministro colocó el obstáculo decisivo para interrumpir el, hasta entonces, triunfal transcurso del gobernante e hizo posible una victoria que la Concertación, casi de seguro, jamás hubiese logrado.